Vaya por delante que entre mis aficiones se encuentran: la ensaladilla murciana, la poesía, las películas de indios, la lógica formal, las novelas, el vino tinto -y el blanco-, raramente veo algún partido de la Copa de Europa –que tanto me gustaron en el pasado-, los artículos de Javier Marías –si aparece el capitán Alatriste, pues mejor- la relectura de unos pocos textos clásicos de metafísica y las anchoas. Pero a veces salgo de esas rutinas y me siento en alguna sala de cómodas butacas para escuchar a algún conferenciante o alguna mesa redonda sobre temas filosóficos; si el tema no es demasiado abstruso suele resultarme muy placentero. La verdad es que prefiero la filosofía escuchada a leída, porque la lectura suele ser engorrosa y la convierte en árida, difícil, mientras que la palabra viva dulcifica mucho el esfuerzo, y la hace más comprensible y placentera.
Ayer fue uno de esos días, y tocó el liberalismo. Fueron muchas cosas las cosas que allí se dijeron, pero me quedé con una afirmación rotunda –no sé si una boutade: "Botín ha hecho más por el bien de la humanidad que Teresa de Calcuta”, casi estaba convencido de la verdad del, tan aparentemente cínico, aserto. Y, rumiaba, acerca de los bienes del dinero, del liberalismo y del crecimiento “que es siempre sostenible” según el orador. Rumiaba, todo esto, cuando en la noche, visitando mis habituales lugares de la red, comencé a leer acerca de una experiencia que me resultaba muy familiar: un viajero despreocupado contempla el mar rompiendo contra el espigón, y se deleita con la sensación de que “el mundo está bien hecho”. He tenido esta sensación de plenitud “mística” al menos dos veces: ante una sinagoga, y ante el mar rompiendo en un espigón en el mes de septiembre, y la he reconocido de forma más clara en el poema Felicidad en Herat. Pero de repente, al creer advertir el despreocupado turista que su pizza Margarita ha sido cocinada con la sangre tutsi de Rwanda, esta sensación se trocaba en algo muy distinto: “la verdad desagradable asoma” y el paraíso se convertía en infierno en unos instantes, [es curioso que cuando he vuelto a encontrar noticias sobre Herat éstas eran acerca de la guerra y atentados terroristas] y mis elucubraciones liberal-optimistas de la tarde se enfrentaban a un panorama deprimente, y los esfuerzos finales del autor del post por extraer una consecuencia positiva de la desolación solo consiguieron recordarme al Toro de Falaris, cuya versión más perfecta convertía los alaridos de los torturados no en mugidos sino en hermosas melodías..
Pero volvamos a Botín y la madre Teresa. No es nada descabellado admitir que el bienestar humano es más producto del egoísmo y el interés propio que de las obras altruistas de sacrificados individuos. Y que la codicia es un defecto menor comparado con los desmanes del afán de Verdad, de Nación, de Igualdad, de Pureza, de Inmortalidad.
Hasta hace no mucho pensaba yo –con Cioran- que puestos a elegir un verdadero benefactor del género humano deberíamos elegir entre un libertino o un perezoso. Sin embargo ,ahora sé que éstos son, en realidad, verdaderos modelos de felicidad humana, pero que son solo posibles gracias a la laboriosidad de los codiciosos. Auténticos benefactores de la humanidad.